Una víctima, un exetarra, un concejal y un policía debaten sobre la situación. Los cuatro sostienen que el camino hacia la reconciliación aún es largo
Fuente: El País
Patxi Elola es jardinero y concejal de socialista en Zarautz (Gipuzkoa). En 1999 le quemaron la nave donde guardaba su furgoneta y en la fachada de su casa le pintaron un gran monigote con la cabeza ensangrentada.
También en Zarautz vive hoy José Antonio López Ruiz, Kubati, que pasó 26 años en la cárcel por 13 asesinatos cometidos y otros 16 frustrados. Kubati mató en 1986 a su antigua compañera Yoyes tras decirle una frase mafiosa: “Soy un miembro de ETA y he venido a ejecutarte”.
Hoy, Elola y Kubati son vecinos y a veces se cruzan por la calle: “Le ignoro totalmente”, dice el concejal. Pero hay otras cosas que Elola no puede ignorar. En las últimas elecciones vascas, en 2016, Kubati fue interventor en una de las 27 mesas electorales de Zarautz. ¿Cuál? La que hay enfrente de la Guardia Civil. Kubati, que atentó contra guardias civiles en esta localidad, contemplaba cómo votaban sus familiares: “¿Eso es intención de acercamiento, de reconocimiento? Eso es una maldad absoluta. El ideólogo que ha gestionado que Kubati vaya a Zarautz y encima le pongan en la mesa, ¿qué pretende?”, se pregunta Elola.
Desde octubre de 2011, con el anuncio de ETA del abandono de la violencia, la sociedad vasca vive el experimento de la paz: “La futura convivencia no va a ser muy distinta de lo que estamos viviendo. No vamos a andar abrazándonos por la calle”, dice Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jáuregui, asesinado por ETA en 2000.
Han pasado casi siete años y ETA ha anunciado su disolución. Es un pasito más, como dicen Elola y Lasa, pero la magnitud del desafío de la convivencia requiere de un esfuerzo que por ahora no existe ni se le espera: “Hay paz pero no hay reconciliación, la sociedad sigue fracturada”, dice Ramón Cosío, portavoz del Sindicato Unificado de Policía (SUP) y agente destinado al País Vasco desde finales de los noventa. “Hay ciudadanos de primera, de segunda y de tercera. Como policía pertenezco al colectivo de tercera. Somos rechazados, no podemos decir lo que somos. Los de segunda serían los jueces, políticos, personas contrarias a la izquierda abertzale. Y los de primera son los que están en el entorno de la izquierda abertzale o se aprovecharon a recoger sus frutos”, dice Cosío.
EL PAÍS ha reunido en Zarautz a cuatro personas vinculadas al conflicto desde hace décadas. Su visión es cauta, posibilista, algo esperanzada, pero no de celebración. “Todo está muy fresco y es cuestión de tiempo”, dice Josetxo Arrieta, miembro histórico de ETA, amnistiado en 1976 de su condena de seis años de cárcel y hoy senador de Podemos.
Está tan fresco que solo una reunión de cuatro personas con estos perfiles es un equilibrio lleno de resquemores. Hay, por supuesto, gente abierta a hablar con quien sea, pero no todos. “Todavía me acuerdo cuando mataban a alguien y Gesto por la Paz convocaba una manifestación. Nos hemos hartado de escuchar aquello de ‘ETA, mátalos’. Entiendo que hay mucha gente que quiera pasar página, pero antes hay que leerla”, dice Lasa.
Hoy ya no hay concentraciones por asesinatos, pero sí hay bienvenidas públicas a los presos de ETA que salen de cárcel. En febrero hubo una en Andoain. Unas doscientas personas reciben en Andoain como héroes a dos soplones de ETA, titulaba EL PAÍS. “Yo he vivido un tiempo en que los homenajes eran algo normal, de amigos”, dice Arrieta. Sin embargo, Lasa lo ve de otra forma: “¿A quién se le ocurre que salga un violador de la cárcel y se le monte un homenaje?”.
En el País Vasco, todos los implicados llevan el peso inevitable de los suyos, el estigma de su militancia, de sus opiniones. La disolución de ETA no conlleva la liberación de esa cadena. “De la tribu”, lo llama Arrieta. Es difícil escapar de la “traición” a los principios que te llevaron a la cárcel, afirma el exmiembro de ETA.
Las tribus no solo estaban en la calle, en bandos. Había otra, enorme, la del silencio, la de los que miraban por las rendijas de las persianas: “Una vez en Ordizia mataron a un guardia civil e hicimos un recorrido por la calle. Éramos 20 gatos. El silencio era impresionante. Te dabas cuenta de que la gente miraba por las ventanas. Era escalofriante”, dice Lasa. El miedo, el silencio eran aliados de la violencia. Deshacer ese camino no es cuestión de unos años: “Cuando mataban a alguien en el pueblo, ¿en cuántas familias se hablaba de esos muertos? ¿En las escuelas del pueblo se hablaba de ese tema? No”, añade Lasa.
Indicios de cambio
Entre el miedo, las tribus y la presunta traición se vislumbran indicios de cambio. A Lasa se le corta la voz cuando recuerda los últimos homenajes a su marido en su pueblo: “En 2014 vino al homenaje uno de los que mató a Juan Mari. Legorreta está gobernada por Bildu, que nunca había asistido. Pero desde hace dos años viene la alcaldesa”, dice. Hay cierta apertura, no todo es homogéneo. Pero son gestos pequeños, puntuales, sin un proceso de reconciliación en marcha.
“Yo estoy esperanzado, pero creo que los que han estado en el lado equivocado son quienes deben dar el paso. Se dice que todos tenemos que dar pasos. Pero ¿adónde tengo que dar yo pasos?”, se pregunta el concejal Elola, que espera la “consigna” de los líderes abertzales que abra la puerta a admitir errores, a cerrar heridas, a ayudar a resolver los crímenes pendientes y a escribir una sola historia. Por ahora, no hay nada de eso: “Falta que la izquierda abertzale dé el paso. Unos dicen que ha estado mal, pero lo dicen con la boca pequeña. Esperan que les marquen las directrices de arriba. Eso es lo que falta en esta paz que estamos viviendo”, añade Elola.
El senador Arrieta no cree que su generación vaya a ver ese cambio: “Hay cosas que con el tiempo igual son posibles, pero ahora me parecen difíciles. Todos debemos trabajar en los temas de justicia y reparación y no repetición, pero no creo que vivamos mejor que ahora”.
La batalla de hoy sigue siendo el relato: qué ocurrió, quién fue más responsable. “Que cada uno explique su película, que no significa justificarla. Hoy el relato único es difícil, aunque haya que avanzar hacia ahí”, sostiene Arrieta. El objetivo primordial, de momento, es que no se repita: “Las víctimas debemos ir a las escuelas y también esos presos que han renunciado a ETA, que expliquen qué fue de sus vidas. Serían los mayores deslegitimadores de la violencia. Van a llevar la mochila hasta que se mueran. Yo no lo olvido, tampoco lo van a olvidar ellos”, explica Lasa.
En el País Vasco, y fuera, hay jóvenes que necesitan saberlo. Elola ha acudido varias veces a universidades a contar su experiencia. “No tienen ni idea”, dice: “En algunos casos les suena porque algún familiar lo ha vivido de cerca. Los chavales te preguntan: ¿pero eso ha pasado aquí?”.